viernes, 26 de marzo de 2010

Entre la academia y el paseo.


Daniel R. Martí Capitanachi.
Recientemente y por invitación de la Universidad de Guadalajara asistí a la perla tapatía en carácter de profesor visitante. Dado que las sesiones de trabajo sólo eran vespertinas, tuve la oportunidad de merodear por el centro histórico y recorrer gran parte de sus ambientes públicos, algunos vetustos y descuidados, pero la mayoría limpísimos, recientemente restaurados, avituallados de cómodo mobiliario, música ambiental y vasta presencia de agua como elemento ornamental, medio para refrescar el microclima y bálsamo para relajar el espíritu.

Como en todas las ciudades, la mejor manera de conocer el modo de vida cotidiana es la charla con sus usuarios, ya sean paseantes o residentes. La plática en el espacio público surgió de manera obligada y recayó en este caso, casi como constante, en la estética del contexto que nos rodeaba.

Y aunque las opiniones eran variadas, todas coincidían en que se trataba el centro histórico de un espacio gratificante ante la acelerada vida de la urbe. Algunos comentaban:
¡que se gastó mucho dinero en su remodelación suprimiendo la respuesta a problemas sociales más apremiantes!,
¡que la autoridad al fin ha hecho algo, pero no aún lo suficiente, para remozar los espacios públicos como medio para atraer el turismo!,
¡que se introdujo una visión arquitectónica y urbanística que poco tenía que hacer en una ciudad de fundación virreinal!
ó, en oposición, ¡que faltó modernidad en la propuesta de habilitación del espacio público de cara al Siglo XXI!

Como en todo, las opiniones son diversas y reflejan sólo la postura de quien las emite, y en la mía propia, al conjuntar las escuchadas, concluí que se palpaba un orgullo colectivo sobre la belleza innegable de ese espacio, mismo que resguarda gran parte de la historia de la fundación de la ciudad.

Se trata el centro histórico de Guadalajara de un lugar lleno de vida, de día y de noche. Se corresponde con lo que los libros describen que los espacios de convivencia deben ser: aglutinadores de población, prestadores de servicios, sitios de reunión y expresión, escenarios artísticos, lugares accesibles para todos, sin distingos de edad, género o condición económica. Espacio seguro –mucha, quizá demasiada vigilancia- y sobre todo, escaparate de una intensa actividad económica, política y social.


De manera particular llamó mi atención el adusto diseño de la plaza que antecede el acceso al Hospicio Cabañas. Guiado por el interés de recordar los magníficos murales de José Clemente Orozco, me topé literlamente con ella y con una serie de extrañas figuras, surgidas de una pródiga y prolija imaginación artística.

Se trata de un conjunto de sillas diseñadas por un escultor local -Alejandro Colunga-, que sirven como mobiliario urbano usable por el transeúnte que, cansado de recorrer el largo pasadizo que va de la Catedral al Hospicio, busca una banca. O quizá, pomposamente sirven como esculturas urbanas, auténticas piezas de arte con una alta carga simbólica y lujo de detalles, dispuestas allí para quien sólo opte por admirarlas y, estando a su alrededor, escudriñar las huesudas manos o los provocadores zapatos que les sirven de sustento. Hay también quienes pretenden adivinar las intenciones del creador ó fotografiarlas hasta el cansancio, para al final, casi con timidez, aposentarse o vanidosamente, hacerse una foto, con, o encima de ellas.


Arte-objeto; así se le denomina a la tendencia, y aunque había oído del término, nunca lo había encontrado tan perfectamente acotado en la realidad, o al menos, tan vivido.

Estando sentado allí, justo sobre las peculiares sillas, de manera irreverente y casi como un pecador que ocupa de manera utilitaria una obra de arte, recordé acerca de la importancia de la belleza de la ciudad. De la preocupación de Camilo Sitte sobre el tema y las ideas vertidas en su obra Construcción de ciudades según principios artísticos, a finales del XIX. De su señalamiento sobre la plaza como centro estético urbano, espacio público por excelencia y escenario abierto para la contemplación arquitectónica.


Viví allí, frente al Hospicio, la importancia de la plaza como espacio público tal y como si estuviera en la Roma renacentista ó barroca, expectante ante el Campidoglio o la plaza de San Pedro, y reencontré el sentido y el esplendor de una explanada cuasi vacia, coronada esta vez a sus costados por el excelso trabajo del arte-objeto de Colunga.


Como arquitecto, reconocí la valía que un vestíbulo urbano agrega a un edificio al brindarle perspectiva; como persona, como simple paseante, agradecí la posibilidad de encontrar un sitio agradable, tranquilo y vibrante a la vez, que permite la cómoda contemplación de la ciudad, la arquitectura, las costumbres y la gente.

Al paso de los días y ante la oportunidad de escribir estas líneas, la reflexión que me atrapó refiere a la importancia de la ciudad vieja. Nos empeñamos los arquitectos por creer que somos los hacedores únicos - o al menos, los más importantes- de lo urbano. Trabajamos las mas de las veces en aras de la modernidad y la vanguardia; por la eficiencia del diseño. Nos preocupamos de lo complejo de las relaciones de la ciudad y su entorno y hablamos mucho sobre la sustentabilidad, sin necesariamente saber a qué nos referimos de manera exacta, o lo que es peor, sin saber qué hacer para lograrla.


En mi caso, insisto casi a diario sobre las normas relativas a la gran ciudad; sobre los derechos y obligaciones ciudadanos respecto del equitativo acceso al espacio urbano y medito poco sobre cómo disfrutarlo.

Pero, al comportarnos como personas, al escapar de nuestra formación profesional, involuntaria e invariablemente -al menos en mi caso-, es la ciudad de calles pequeñas y estrechas, la de arquitectura vieja, la hecha a escala del hombre, de recorrido fácil y orientación sencilla, la que efectivamente me hace sentir parte de ella, la que me resulta cómoda y entrañable.

Guadalajara, por supuesto, tiene una gran dosis de modernidad en otros sectores. En el gremio de la arquitectura se habla inclusive de la enorme valía de los proyectos presentados a la fundación Guggenheim para hacer posible la construcción de un nuevo museo, o de la alta tecnología con que se construye el nuevo estadio de foot ball. En el trayecto a la Universidad se observa el trazo diferenciado de carriles viales para transporte público y privado emulando a las ciudades brasileñas; desde lejos, se ven las torres habitacionales, financieras y de negocios con que ahora se enorgullece la ciudad. Es evidente la pujanza económica manifiesta en grandes dosis de modernidad... ¿o posmodernidad?, que se abren paso en nombre de una necesaria puesta al día, reclamada por la globalización económica y la velocidad de la vida impuesta por la sociedad de la información.

Ante todo ello y sin mucha lógica, sigo prefiriendo el espacio público concentrado en el centro histórico, en la ciudad vieja. Ante la generosa invitación para conocer lo nuevo -el estatus del progreso-, sigo prefiriendo la llamada del pasado, quizá porque éste, al menos en lo urbano, era mucho más amable, bello y humano. De lo contemporáneo me quedo con el surrealismo de las sillas y poltronas, con la librería del Hospicio y el cafecín alojado a un costado del Teatro Degollado.


Sirva este texto para saludar a Daniel González Romero y a Mayte Pérez Bourzac, así como a los amigos estudiantes del doctorado ubicado en aquellas bellas tierras; para agradecer sus atenciones y la oportunidad de disfrutar una enriquecedora estancia académica y una plácida y memorable visita.

2 comentarios:

  1. Estimado Dr.Daniel, Gracias por su atencion al mencionar a mi tio A lejandro en este espacio, resulto muy grato para nosotros, Saludos Austro Colunga Perry.

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  2. No he visitado otro lugar en México, más que Guadalajara, y lo que más me impresionó de todas las cosas maravillosas que tiene la ciudad, respecto a arte, fueron las sillas del maestro Colunga. Saludos desde Panamá

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